“¿Queremos ser saltamontes o langostas?”
© GUSTAVO DUCH | En el patio de
vecinos escuché una conversación de ventana a ventana donde se preguntaban, “si
a simple vista se pudieran ver los virus, ¿qué veríamos?” Un ejercicio
interesante, pensé, y que quise descifrar. Mentalmente aumenté el tamaño del
virus hasta que alcanzó los seis o siete centímetros de largo, que lo pudiera
coger con la mano.
Y entendí lo espantoso que sería ver millones de bichos
volando uno junto al otro, a modo de gigantescos enjambres que, estornudo a
estornudo, avanzarían a gran velocidad. A la proporción, serían unas nubes
víricas de varios kilómetros cuadrados avanzado en un día de cien o doscientos
kilómetros. En mi cabeza había transformado la pandemia en una plaga de
langostas.
Plagas de langostas que
en estos tiempos de epidemias globales no son solo pasajes bíblicos ni
imaginaciones mías. Al contrario, siguen muy presentes y su gravedad debería de
abrir los noticiarios. La Organización de la ONU para la Alimentación y la
Agricultura (FAO) ya advirtió el pasado mes de febrero que los enjambres de
langostas se están extendiendo peligrosamente en amplias zonas que afectan a
Eritrea, Etiopía, Kenya, Somalia, Sudán del Sur, Tanzania y Uganda en África y
Yemen e Iran en el Oriente Medio. Cual aníbales cabalgando elefantes conquistan
imparables todas las cosechas que encuentran en su camino, poniendo en riesgo
la alimentación para más de 20 millones de personas. Un hambre que no se
detiene con mascarillas, una enfermedad con remedio pero que sin solidaridad es
una enfermedad mortal.
Pero es que hasta la
globalización nos salió egoísta, colonialista y androcéntrica. Poco nos
interesa conocer, aprender y respetar otras culturas y poblaciones; y poco nos
interesa conocer, aprender y respetar la Naturaleza a la que pertenecemos. De
hecho, si fuéramos menos prepotentes y observáramos más, del surgimiento de las
pandemias aprenderíamos que no podemos desobedecer las reglas claras y
sencillas de la Tierra y que debemos prohibir los monocultivos y las
monogranjas.
Si fuéramos menos
prepotentes y observáramos más, aprenderíamos que en condiciones de abundancia
los saltamontes se reproducen conformando grandes poblaciones que, al llegar
una crisis brusca por cambios climáticos o sequías, provoca que estos pacíficos
seres andarines de patas largas, enloquezcan convirtiéndose en enjambres de
paticortas y devoradoras langostas voladoras. Nos lo explica la epigenética: en
pocas horas, un mismo animal es capaz de transformar radicalmente su morfología
y su comportamiento solo a partir de cambios ambientales, hasta el punto que en
estas jaurías las langostas que se retrasan son zampadas por otras más voraces.
Una metáfora del momento
actual donde millones de seres humanos hacinados en grandes urbes podrían verse
obligados a adaptarse a nuevas condiciones ambientales pues, no es imposible
que en las estanterías de los supermercados se puede pasar de la abundancia a
la escasez en un abrir y cerrar de ojos. Pero no importa, como dice Christopher
Ryan, “civilizados hasta la muerte”.
Comentarios
Publicar un comentario