Las albadas: literatura en voz alta

© BLAS VALENTÍN MORENO | Algunas noches de invierno, tras la Misa del Gallo, las calles se llenan de voces. No hay escenario ni partituras: basta el frío, la penumbra y un grupo que canta. Suenan guitarras, bandurrias, algún pandero. Los mozos toman la palabra en verso, casa por casa, y lo que dicen —medio broma, medio bendición— queda suspendido en el aire como un contrato secreto entre la comunidad y su memoria.

La voz y el amanecer

Albada procede del latín albāta, emparentada con albus (“blanco”) y albāre (“blanquear”); alborada, de albor, “luz del alba”. Ambas comparten una misma raíz simbólica: el amanecerEn la poesía culta medieval, la alborada o alba fue el canto de los amantes que se despedían al amanecer; en la tradición popular, la albada se transformó en un canto colectivo de madrugada —de boda, de ronda o de Nochebuena— donde lo amoroso cedió paso a lo comunitario.

En algunas regiones de España, como Galicia o Asturias, pervive también el término alborada, aplicado a piezas musicales o cantos de amanecida, generalmente interpretados con gaita o banda para festejar el inicio del día. No designan exactamente la misma tradición que las albadas populares, pero comparten con ellas el simbolismo del alba y la función de celebración.

Por su parte, en Aragón, Castilla o la serranía valenciana se mantiene viva la albada festiva y coral, entonada por los mozos al ritmo de guitarras y bandurrias.

En Graus (Huesca) se cantan las Albadas al amanecer del 15 de septiembre: una ronda recorre el pueblo al son de la gaita, deteniéndose ante lugares históricos o casas significativas. El solista entona una copla —en castellano o bajo ribagorzano— y el coro repite los últimos versos y el estribillo: un diálogo entre la voz individual y la memoria colectiva.

En la Sierra de Albarracín se documentan albadas religiosas —como en Bezas— y pervive una vigorosa tradición de Mayos que forma parte de la memoria de la comarca. Hace poco leí Los mayos de la Sierra de Albarracín (1879), del escritor carlista Manuel Polo y Peyrolón. Esa coexistencia sugiere que, en algunos pueblos, convivieron distintas formas de canto popular, aunque no siempre bajo los mismos nombres ni con funciones idénticas.

Los Mayos —entonados en la noche del 30 de abril al 1 de mayo— combinan lo religioso y lo popular: algunos se dirigen a la Virgen, especialmente en el ámbito católico rural, donde mayo es el mes mariano por excelencia, otros a las mozas del lugar, y otros celebran la llegada de la estación florida. Según la comarca, pueden adoptar un tono devoto, galante o festivo, pero siempre conservan su carácter coral y ritual.

Algunos fragmentos conservan aún una intensa musicalidad:

Es María más hermosa

que el oro y la plata fina;

más que el agua cristalina

que corre de llosa en llosa.

O bien este otro, de apertura ritual:

Ya estamos a treinta

del abril cumplido:

Alegraos, damas,

que Mayo ha venido.

En estos cantos resuena el mismo pulso comunitario que en las albadas: poesía en voz alta, destinada a ser compartida, recordada y transmitida de generación en generación.

Escuchadas al paso, pueden parecer ligeras. Pero muchas albadas —especialmente las del interior valenciano y aragonés— revelan un viejo oficio métrico: cuartetas que alternan octosílabos con versos de seis o siete sílabas, según el canto, el ritmo y el contexto. Es frecuente el patrón de un verso largo seguido de otro más breve, con estructura responsorial o encadenada.

Ahora bien, no ocurre igual en todas partes.

En Castilla y León, las llamadas rondas —cantadas por los mozos en bodas, fiestas o celebraciones locales— conservan también estructuras de arte menor, con versos octosílabos pensados para ser repetidos y transmitidos oralmente, igual que en las albadas de otras regiones.

Y en regiones como Galicia, Asturias o Andalucía oriental perviven otros cantos de amanecida o celebración —coplas, cantares, romances— que, sin llamarse albadas, comparten su espíritu: poesía oral en clave comunitaria.

A veces, esa forma coral adopta un tono festivo o jocoso. Como en los versos populares recogidos por José Hernández “El Mateo”, donde el Turia y la huerta se convierten en poema:

El Turia besa la huerta,

Soto, Botiar y Guerrero,

en la Vega se remansa,

pasa el Molino corriendo.

O como en las albadas de boda castellanas, cargadas de bendición y picardía:

Los anillos son los grillos,

las arras son las cadenas,

el platillo, la humildad,

y la estola, la obediencia.

No son ocurrencias aisladas, sino eslabones de una misma cadena oral que atraviesa la Península. No es literatura menor: es la raíz misma. Cada albada que resuena en la madrugada restituye ese origen: la poesía como rito y como memoria viva.

La literatura empezó cantándose

La literatura nació de la voz y del ritmo: fue canto antes de ser escritura. En los coros griegos que dialogaban con los dioses, en los juglares que llevaban noticias de villa en villa, en las canciones de trabajo que medían el esfuerzo, en los responsos que acompañaban a los muertos.

Las albadas heredan esa raíz: poesía oral que une ritmo, memoria y comunidad. Igual que las albas provenzales, que saludaban al amanecer en los versos de los trovadores; igual que las jarchas mozárabes, brevísimas y palpitantes; igual que los romances que circularon durante siglos de boca en boca, fijando en octosílabos el rumor de las gestas.

La poesía popular nació así: hecha para ser recordada y compartida. Por eso conserva todavía algo de intemporal. Quien escucha una albada no oye solo a unos hombres y mujeres cantando; oye también el eco de una cadena que atraviesa los siglos y en la que aún reconocemos nuestra memoria común.

El canto como acto social

En Ademuz, por ejemplo, las albadas son navideñas: los mozos cantan en Nochebuena, casa por casa, entre bromas, parabienes y nombres propios: una verdadera liturgia vecinal. En Castilla y otras áreas, la albada de boda fue un canto epitalámico al amanecer.

En las albadas, lo poético y lo vital se confunden: la voz no es anónima, nombra a personas, familias, autoridades; mezcla el deseo de prosperidad con la broma y la picardía. El canto no es espectáculo, sino vínculo. Cada verso, aun ligero, contiene algo de ceremonia; cada gesto, aun espontáneo, refuerza la cohesión del grupo.

Y en esa mezcla de humor, memoria y comunidad se reconoce lo que Octavio Paz intuyó en la palabra poética: esa doble condición de celebrar el instante y afirmar la permanencia. La albada es efímera —dura lo que dura la voz en la madrugada—, pero forma parte de una cadena que atraviesa generaciones. En ella, lo social se hace poético y lo poético social.

La poesía compartida

Una albada no necesita libro para ser literatura. Su fuerza no está en la página, sino en el instante compartido. Lo que nace en la voz y se disuelve en el aire deja una huella más honda que muchos textos impresos: el recuerdo de una comunidad que se reconoce al cantar.

En las albadas sobrevive lo que la literatura nunca debería perder: el temblor de lo colectivo, la belleza nacida del rito y de la voz. No son solo canciones de pueblo: son memoria en acto, un eco de las albas provenzales, de las jarchas mozárabes y del romancero que recorrió la Península.

Quien escucha una albada oye también a quienes cantaron antes y a quienes seguirán cantando después. En ese hilo de voces está la tradición verdadera: aquella que no se escribe, pero sigue cantando en nosotros.

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